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Р. дель Мораль (Испания)


Будущее испанского языка (сквозь магию его прошлого)


Rafael del Moral (España)


EL FUTURO DEL ESPAÑOL (desde la magia de su pasado)



Испанский язык находится в постоянном развитии: старятся и умирают одни выражения, и тут же им на смену приходят другие, рождая новые метафоры и создавая новые образы. Меняется не только лексический состав языка, эволюционирует и грамматическая норма, ассимилируя еще недавно казавшиеся недопустимыми формы и употребления. Каков же возраст языка? Сколько веков, а может быть, тысячелетий суждено ему существовать и оставаться живым? Какие факторы определяют прогресс, способствуя эволюции языка, и каковы причины, ведущие к его гибели? Какое будущее ожидает испанский язык, занимающий сейчас одно из главных мест в мире? Каковы перспективы его развития и пути эволюции? Не исчезнет ли он с течением времени?

Сила испанского языка в огромной культурной традиции, которую он несёт миру, в его активной роли как языка международного общения, в том интересе, который проявляют к его изучению в разных странах.



1. En continua ebullición

Pocos hablantes se sienten poseedores absolutos de sus propias lenguas. Constantemente falta algo. Los cambios son tan rápidos que en cuanto queremos ajustar la actualidad, se torna en pasado.

El español hablado en Madrid ya no se modula ni se vocaliza igual que hace unos años, ya no sirven expresiones que hasta hace poco estuvieron de moda, han envejecido los apelativos de invocación o de contacto, bullen y fluyen en permanente cambio los pronombres de cortesía y otras fórmulas de respeto, las exigencias preposicionales parecen mostrarse más permisivas, formas léxicas que hasta hace poco gozaban de elegante prestigio se tambalean, formas gramaticales inaceptables en el lenguaje cuidado de hace unos años ganan terreno, la lengua de los medios de comunicación languidece, se ajusta como puede con escasos deseos de innovación, y notamos tantas alteraciones que no podemos sino sospechar que habrá inevitablemente un reajuste. Eso es lo que sucede cuando las lenguas gozan de dilatado uso y prestigio, que continuamente fluyen, cambian, para reacomodarse. Y cabe pensar que ese continuo proceso de adaptación saldremos ganando, de manera natural, los usuarios.

Se alzan, es verdad, voces críticas contra los medios de comunica­ción, contra la oratoria política, contra quienes tienen voz hacia las masas, es decir, contra todo aquello que más se difunde. Pero ese estado inestable que duda de la corrección de un término, ese estado que se pregunta por la adecuación de una palabra o una expresión es lo propio de las lenguas, y lo habitual en todas las épocas y pe­ríodos. Cada hablante tiene su estilo, su patrimonio léxico, sus preferencias por determinados usos metafóricos, su lista de máximas, fórmulas y muletillas, sus modos de or­ganizar la ironía, su patrimonio expresivo privado. Y en la continua búsqueda de esa pureza, tan atractivo nos resulta oír al orador formado en las normas aca­démicas como al hablante rural que, sin mirada a las normas académicas, porque ni las conoce ni las quiere conocer, cuenta sus cosas con admirable estilo para entonar y elegir frases y expresiones capaces de cautivar a cual­quier oyente, aunque vulnere las exigencias teóricamente correctas. Tan necesaria es la norma como la libertad expresiva, tan necesaria es la intuición e innovación del hablante, propietario de su lengua, como la conservación y defensa del patrimonio lingüístico. Por eso las lenguas vivas necesitan mostrarse en continuo cambio, en perpetua ebullición, como tributo a su propia existencia.

Las lenguas no tienen presente, decíamos, porque no son estáticas. Y no son estáticas porque rara vez se encuentran ancladas a la espera de su sin­gladura. Las lenguas fluyen, cambian, mudan de aires, se ajustan, se renue­van y cuanto en alguno de estos vaivenes cae enferma, se preparan para la muerte si una cirugía adecuada, un cambio social, no lo remedia. Desaparecen, según el lingüista francés Claude Hagege, unos centenares de lenguas al año. La escasa repercusión social de sus hablantes, y el exiguo interés que la pérdida de las lenguas suscita entre quienes se inquietan por los movimientos sociales, relega al olvido a todas esas que fallecen y no son enterradas. Ni siquiera una lápida las recuerda. ¿A quién le interesa el fin del dalmático o del córnico, o la inminente disipación de los hablantes de queto, de inuí, de labortano o de suletino? Los ecologistas se concentran mu­cho más en la vida animal y vegetal, los historiadores investigan bastante ajenos a la historia de las lenguas, a la mayoría de los políticos les inspira más la unificación que la diversificación, y para los comerciantes, modernos economistas, sólo cuenta la eficacia: fenicio, latín e inglés fueron las grandes lenguas del comer­cio. ¿Y qué hacemos los lingüistas? Para nosotros, y difícilmente podríamos hacer algo distinto, el interés por las lenguas que no se transmiten por es­crito, que son la mayoría, no puede ir más allá de cierta mirada etnológica, de cierto talante nostálgico.
2. Breve mirada hacia el futuro
Pero volvamos al español. Produce cierto estupor pensar que, sometido a esa regla universal e inevitable, también va a sucumbir. ¿Quién puede imaginar su desaparición en estos momentos?¿Cómo se va a desmoronar? Sería difícil que cualquier cataclismo aniquilara, redujera o desencadenara su decadencia, pero sa­bemos que se extinguió el latín, que fue, probablemente, la lengua más poderosa de occidente. ¿Y dónde están aquellas lenguas de los grandes imperios que sucumbieron al ritmo que se hundía el armazón político?

Las lenguas son instrumentos de comunicación. Nadie utiliza un destornillador despuntado o inapropiado, si a su lado tiene otro que se adapta perfectamente al tornillo que quiere acoplar o desenroscar. Si el español se ha extendido por el mundo con tanta elegancia, y nunca, contra­riamente a los que muchos propugnan, de manera impuesta, ha sido porque los hablantes de leonés y aragonés, que fueron sus primeros vecinos, y luego los de catalán, gallego o vasco, prefirieron el instrumento más adecuado, es decir, la lengua española, para determinados usos de comuni­cación. Y también porque tras la independencia de los países americanos, a lo largo del siglo XIX, aquellos gobiernos, de manera natural, eligieron la lengua que más convenía a sus administrados, y fue oficializada la que hoy nos une aquí. Las lenguas no se imponen. Las lenguas están ahí, a disposición de los hablantes, y una serie de acontecimientos las in­citan a desarrollarse, extenderse, difundirse, universalizarse, y también a morir. Todas las grandes lenguas de la humanidad murieron. La nuestra no puede ser una excepción.


3. Sobres lenguas y edades
La perspectiva en la historia de las lenguas es todavía muy escasa. Sólo algunas se perpetuaron en textos escritos. Sabemos que las más longevas no han alcanzado más de tres mil años de vida, y eso con serios achaques. El chino actual se parece al de hace treinta siglos gracias a un tempranísimo uso literario, mil años anterior a nuestra era, mucho antes de que supiéramos lo que iba a ser el griego. La lengua de Aristóteles y Platón es otra de las más ancianas, o por lo menos se parecía mucho a la usada en Grecia antes de las profundas modificaciones a que se vio sometida a mediados del siglo XX, casi una cirugía estética. Muy particular es también la edad del hebreo, lengua bíblica y mítica que reapareció después de muerta al servicio del actual estado de Is­rael. Nuestra cuarta anciana, el sánscrito, consolidó su poder, una vez más, en la cultura. Estas cuatro lenguas han tenido una vida azarosa, difícil, combativa, pero han conseguido cumplir esa edad tan codiciada que no lle­garon a alcanzar lenguas tan influyentes como el sumerio (unos mil años de vida), el egipcio (unos dos mil), y ni siquiera el latín (unos mil trescientos años). Otras menos afortunadas murieron tan jóvenes que ni siquiera llegaron a tener nombre, y otras que sí lo han tenido, como el mozárabe en el sur de España, gozó de una breve existencia de seis siglos. Del guanche, lengua bereber que se habló en las Islas Canarias, conocemos su desaparición, pero no tenemos la fecha de nacimiento. Algo parecido sucede actualmente con el eusquera o vasco: sabemos que está vivo, y que estaba vivo en el siglo XVI, pero igno­ramos todo sobre su linaje, su infancia y su juventud, y sabemos mucho, eso sí, de su trucu­lenta madurez. Las lenguas separan a los pueblos de manera natural, pero también ideológica.
4. Momentos mágicos del pasado
Del español tenemos datos muy precisos: lugar de nacimiento, fecha aproxi­mada de alumbramiento, razones para la aceptación de sus hablantes, inteli­gentísimo ajuste al uso escrito logrado por el rey castellano Alfonso X el Sabio, acierto excepcional, y casi espeluznante, del uso que de aquella len­gua hizo Fernando de Rojas en La Celestina, y una serie de coinci­dencias, de momentos claves de su historia, que la elevaron a esa categoría de grandes lenguas de la humanidad que también ocupa el sumerio, el chino, el griego, el latín, el árabe, el italiano, el francés, el ruso y el inglés.

¿Y cuáles fueron esos momentos mágicos de la historia del es­pañol que hizo de aquella lengua de rudos pastores cántabros una de las más preciadas de la humanidad? Veamos, más a modo más anecdótico que rigu­roso, la grandeza de los insignificantes hechos.

Casi todos los momentos claves en biografía del español, que de joven se llamó castellano, estuvieron inspirados en la melancolía, pero también en la rebeldía, en la desobediencia al orden establecido, en decisiones tacitur­nas, en talantes románticos, en coincidencias afortunadas, en regalos de las fuerzas ciegas de la naturaleza.

Las lenguas llegan a distanciarse tanto unas de otras gracias a una serie de circunstancias del azar que las convierten en privilegiadas frente a las vecinas. No depende de su estructura interna, ni de la riqueza léxica, ni siquiera de la facilidad gramatical, no, en eso no piensa la historia, depende de situaciones tan ajenas a los propios hablantes que merece la pena detenerse en ellas.

Revisemos, pues, algunos momentos mágicos de la historia del espa­ñol que han de ayudarnos a explicar lo que puede sucederle en los próximos años, en los siglos lejanos.

El primero de ellos, ese primer momento especial sin el que no habría llegado a la madurez de hoy, ese período de la concepción, se cobijó en la rebeldía de un hombre llamado Fernán González. Era el re­volucionario caballero un leonés inquieto y aguerrido, conde y señor de Castilla, uno de los territorios de aquel reino. De Fernán González sabe­mos que murió en el año 970, y también que, después de mostrar su intrepidez y arrojo en defensa del monarca leonés, Ramiro II, desveló sus deseos de independencia para Castilla. Y para evitarlo, Ramiro II lo encarceló. A la muerte del rey, en 951, y aprovechando a la crisis interna del reino leonés, Fernán González consolidó su poder y consiguió vincular Castilla a su familia, una decisión tan patriótica para los castellanos como insubordinada para los leoneses. El condado castellano pasó por herencia a su hijo García I Fernández, quien le sucedió a su muerte. Quedó así consolidada la cuna del castellano. Hoy recordamos aquellos hechos, insignificantes en la densidad de la historia, en la multitud de nombres y apellidos que con estas raíces (Ramírez, Fernández, González, García) se multiplican por el territorio de las dos Castillas y otros aledaños, y en el olvido de la mayoría de los hablantes.

El latín hablado en el reino de León, que por entonces se llamaba romance, se fragmentó, tras el cambio político, en dos lenguas: leonés y castellano. Pero al castellano nadie le dio la menor importancia, nadie le adjudicó identidad alguna, nadie le atribuyó el menor interés futuro, nadie experimentó la menor inquietud o aprecio por aquel dialecto rústico y aldeano frente al refinado latín. Hasta que un sucesor de aquella estirpe, llamado Alfonso, que vivió en el siglo XIII, agrandado ya el reino de Castilla hacia territorios del sur, tomó la decisión, también rebelde y cuestionada, de huir del latín para la redacción de las leyes y otros asuntos, y utilizar una lengua sin prestigio en boca de gentes humildes. Aquel gesto le hizo merecer a Alfonso X el sobrenombre de el sabio. Pero si queremos concederle su exacto valor como instrumento útil, como vehículo de comunicación, hemos de recordar también que el rey Alfonso no utilizó el castellano, sino el gallego, por entonces lengua de mucho más rango, en su obra poética personal.

Y llegamos al tercer momento mágico, el más significado en la historia del español. Le ocurrió por entonces a nuestra lengua, y durante un período de unos cincuenta años, algo parecido a lo que le sucede ahora, desde hace solo veinticinco. El año de 1469 se parece mucho al de 1978. En aquel entonces, una boda clandestina. En la fecha reciente, un cambio social. En aquel 1469, en la mañana del 19 de octubre, una chica castellana que contaba entonces dieciocho años, contrajo matrimonio con un joven aragonés un año menor que ella. Los contrayentes se habían conocido cuatro días antes de la ceremonia, y una y otro, Isabel y Fernando, eran herederos de sus respectivos reinos. Aquel no fue sino el primero de una larga y afortunada serie de acontecimientos que catapultaron al castellano hacia la condición de lengua universal. Por entonces pasó a llamarse español. ¿Y qué había sucedido en 1469? Pues sencillamente una conspiración, otra vez un acto de rebeldía, de desafío de los poderes establecidos porque ni el monarca de Aragón, Juan II, ni el de Castilla, Enrique IV, su hermano, tuvieron noticia de aquel matrimonio hasta después de consumado. Había sido una nueva insubordinación de los condes frente a los poderes establecidos.

La fortuna, que de manera tan desigual se reparte en tantos momentos y circunstancias, acompañó a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón desde el principio. Sus decisiones, tan cuestionadas, resultaron políticamente acertadas. Incluso los aparentes fracasos, se tornaron inexplicablemente en éxitos. Y recordemos que desde el punto de vista lingüístico, y sólo desde este, la expulsión de los judíos se recuerda hoy en la variedad del castellano, el sefardí, que los herederos de aquellos siguen hablando en muchos rincones del mundo.

Y entre todas aquellas medidas, la de concederle tres barcos a un maniático aventurero que no cesaba de importunar a monarcas, no fue sino una más en la amplia lista de decisiones en la que casi nadie confiaba. Lo difícil para aquel excéntrico marino, inquieto y trotamundos, que tenía nombre de iluminado, y origen forzadamente desconocido, no fue ir, sino volver y, lo más difícil todavía, mostrar que había ido. Poco a poco se lo fueron creyendo, y con la certidumbre de lo que allí había, empezó a inflarse el reino.

Y mientras sucedía todo aquello, un último fracaso en la política matrimonial de los Reyes Católicos, en busca de nuevas uniones territoriales, una vez más un hecho desafortunado, acompañado de la pérdida de compostura, se convirtió en un éxito, y facilitó la entrada del español en Europa: tras la muerte súbita de Felipe I, consorte de la reina Juana, heredera de los Reyes Católicos, la ilustre mujer fue declarada loca para dejar paso al gran monarca de la lengua española, Carlos V, primer rey de Europa y de muchos territorios más que dilataban el imperio, explayaban el señorío, y como acompañante de aquella parafernalia, la lengua. El español alcanzó por entonces un prestigio muy parecido al que hoy detenta el inglés.

Y así llegamos, saltando unos años, al acontecimiento menos rebelde de todos, al más inesperado, al más teñido de magia. El número de hablantes que hoy tiene nuestra lengua se concentra en un continente donde no nació. Un continente que, para mucha gente, recibió a los colonizadores españoles que en su conquista, no vamos a entrar en esto, arrasaron con aquella civilización y, según muchas torcidas interpretaciones, impusieron su lengua. Hoy sabemos que aquello no fue así, que ninguna de las medidas que Felipe II, Felipe III, Felipe IV, Carlos II, Felipe V, Fernando VI, Carlos III y Carlos IV adoptaron, ninguna de ellas, contribuyeron a la extensión, expansión y divulgación masiva del español en América. Ahí están los estudios de Rafael Lapesa, de Manuel Alvar, de Antonio Quilis y de tantos otros. Una vez más el acto más inesperado, la acción que aparentemente debía contribuir en menor grado a la difusión del español en América, milagrosamente, fue la que infló la cifra. La gran explosión del español en el continente americano fue la que los propios gobernantes de allí llevaron a cabo una vez independientes, y no antes, una vez organizados los estados, y con el único fin natural de disponer de un instrumento de comunicación útil entre los administrados. Así fue como el español trepó, se alzó, conquistó sin colonizadores el continente americano. Y así es como se extienden las lenguas: de manera natural, sin imposiciones, con la necesidad de convertirse en instrumentos útiles de comunicación, con la llaneza con que elegimos un destornillador, y no otro, para ser eficaces en nuestro trabajo.

Envueltos en esta aureola histórica, podemos decir que los hechos que más han contribuido a la difusión y extensión del español son, dicho de manera grata y sin aristas, los siguientes:


  • La rebelión sediciosa de aquel joven aguerrido que independiza al condado de Castilla de su monarca.

  • La boda clandestina de los herederos de dos reinos.

  • La capacidad de seducción de marinero errante que se atrevió a persuadir a una reina.

  • La supresión de los derechos a la reina Juana, convertida en loca sin que nunca supiéramos en qué consistió exactamente su demencia.

  • Y la aceptación y beneplácito del español en América en el momento más inesperado, en la independencia de los estados americanos.

Ninguno de ellos son motivos estrictamente lingüísticos. Las lenguas se ajustan al perfil de la sociedad que las sustenta; las lenguas fluyen y cambian muy a pesar de sus hablantes, las lenguas se escabullen como hábiles serpientes, como escurridizas culebrillas, sin que el poder político tenga en sus manos su control, aunque sí puede hacer mucho por su protección.

El español, condicionado por fases y transformaciones, escapa de la estricta voluntad de sus hablantes. Y sin entrar a considerar más asuntos que prolonguen inútilmente los razonamientos, diremos que nadie hubiera aventurado la expansión del español por América precisamente en el momento en que menos influencia política tenía en el Nuevo Mundo. Algo parecido le sucede también al inglés: su aprendizaje se realiza hoy al margen de los países, europeos o americanos, que dieron luz a la lengua, con independencia del afecto o desafecto que se manifieste por aquella lengua.


5. El español y otras lenguas en las últimas décadas
Desde hace algo más de un siglo y medio las cosas le han ido muy bien al español. Luego pasó unos años estabilizado, y en las últimas décadas la fortuna parece acompañarlo de la misma manera: en gratas coincidencias, en elegantes posturas ante el mundo, en capacidad difusora, en atracción estética, en gusto por su estudio, aprendizaje y uso. Los extraordinarios progresos sociopolíticos del territorio que fue cuna del español han catapultado su reputación, y con ella su atractivo y su difusión. A su afianzamiento como lengua vehicular en el mundo contribuyen otros factores que hemos de enumerar con prudencia, pero sin recelos, con respeto, pero sin remilgada educación.

Las lenguas del mundo que viven durante tiempo deportadas, proscritas, eclipsadas u oprimidas por la lengua que elige el poder como única son numerosas. Y no por ello estas lenguas en inferioridad desaparecen. Es el caso de los centenares de idiomas hablados en la India, y la imposibilidad de unificarlas con el poder del hindi y del inglés. Pero, desde el otro lado de la observación, tampoco los esfuerzos de lenguas que pretenden recuperar su identidad con medidas legales consiguen afianzar su uso como a los poderes públicos les gustaría que fuera. En las calles de Riga (Letonia), como en las de Barcelona (España), la inmensa mayoría de periódicos y libros que ocupan las estanterías de los kioscos, librerías y bibliotecas están escritos en ruso y en español, respectivamente, y no en letón y en catalán como preferirían las autoridades locales. Sólo unas cuantas publicaciones, con financiación pública, atestiguan la presencia de aquellas interesantísimas lenguas no elegidas en la difusión de noticias, literatura o divulgación científica.

Veamos, a modo de ejemplo, la expansión del francés por el mundo y sus modos de arraigo, comparados con los del español. Hasta épocas recientes el francés ocupaba un lugar muy destacado en Europa y en el mundo. Hoy, eclipsado por la fuerza arrolladora del inglés, pierde impulso. Pero también porque la expansión del francés por el mundo nunca entró de lleno en el lugar donde se cuecen las lenguas para que se perpetúen, en la cocina de las casas. El espacio que ganó el francés en aquellos países casi nunca fue comparable al del español en América. Los castellanos y las criollas formaron parejas felices, crearon familias bilingües en cuyos dormitorios convivieron la lengua amerindia y el castellano. Una generación tras otra ganó terreno el instrumento de comunicación más útil, el que más convino en cada momento. De aquella misma manera se introdujo el latín en la península Ibérica y desplazó al íbero y a otras lenguas celtas. Suponemos que todo aquello empezó cuando un soldado del imperio le dijo a una íbera en latín coloquial: “Tía, estoy por ti.” Y a los pocos años ya tenían cuatro vástagos bilingües. Luego, también de manera natural, el latín ganó terreno y echó raíces en las cocinas. El francés de la colonización alcanzó grandes cotas entre intelectuales locales, pero nunca se armó con la fuerza de la lengua en la que los padres le regañan a los hijos, de la lengua en la que hablan dos vecinas, de la fiesta, de la broma… Los franceses viajaban en pareja, los aventureros romanos y castellanos iban solos a la aventura.

Y todo esto sucede porque la naturalidad en el uso, el suave y práctico manejo de los instrumentos, preside la vida y pervivencia de las lenguas. ¿Y qué situación ocupa el español en esta elección práctica de los hablantes?

El mundo de la cultura se interesa cada vez más por las lenguas. Los planes de enseñanza incluyen más de una en la formación de los estudiantes. La condición de bilingüe, incluso trilingüe, es hoy inevitable en la formación de una persona, con independencia de su especialidad. El mayor porcentaje de hablantes monolingües del planeta se encuentra en los países anglófonos. De manera más generalizada que en otros países, sus usuarios, conscientes de la difusión de su lengua, prescinden de añadir otra a sus conocimientos, o si lo hacen la tienen en escasa consideración y destreza. En otras muchas partes del mundo, en especial en las regiones más abandonadas por la fortuna, se concentran gran cantidad de políglotas, también en mayor o menor grado de habilidad. La mayoría de los inmigrantes procedentes de África central hablan la lengua de sus padres, la lengua de su ciudad, que con frecuencia no coincide con la materna, la lengua vehicular comercial más extendida en su región (suahili, volofo, sango…) y el inglés o el francés, lenguas obligatorias en la formación que les permite arrojarse a la aventura europea. La lengua del país de destino (español, francés, italiano…) la añaden poco a poco, a veces no tan rápido como cabría esperar. No entraremos en la consideración de la destreza, contextos y fines con que se usan tales lenguas, pero sí diremos que cumplen perfectamente con la función para la que han sido aprendidas. Y diremos también que han sido aprendidas sin esfuerzo, es decir, con la naturalidad que aprendemos, pongamos por caso, a conducir bien, a comportarnos en público o a montar en bicicleta.

Si exceptuamos estos dos extremos de monolingües y políglotas, la mayor parte de los europeos, incluidos los países eslavos, buena parte del este asiático y toda América, añaden a su formación una o más lenguas a la propia. No hace falta insistir en citar o recordar a las que tradicionalmente se han alzado a ese privilegiado lugar.


6. El español en los próximos siglos
Mientras las cosas no se tuerzan, que no parece que vayan a torcerse, el español goza hoy de uno de los mayores privilegios que la historia concede a las lenguas. Con la universalización de su literatura, atraviesa uno de los momentos mágicos de historia, semejante al que vivió el latín en el siglo I, el griego en el siglo V anterior a nuestra era o el francés en el siglo XVIII y en la francofonía. Ya nadie lo considera patrimonio de los españoles, sino de la humanidad, que es el mayor galardón que se le pueden ofrecer a una lengua. Las miradas de quienes la estudian, la practican o simplemente la admiran no se dirigen hacia Madrid, sino hacia tantos puntos a la vez que no encuentran referencia única. El español es la lengua del argentino Jorge Luis Borges, del mexicano Octavio Paz, del chileno Pablo Neruda o del colombiano Gabriel García Márquez, aunque también del gallego Camilo José Cela, y de tantos otros con tantas y tan variadas nacionalidades y orígenes, vivencias y convivencias, que las miradas del mundo hacia el español se pierden entre los confines de los continentes. Los que hemos pasado por esta universidad sabemos que aquí, en Moscú, en la MGIMO, lo hablamos como en nuestra casa.

Pero se someterá, estamos seguros, a algunos cambios.

El sistema de cinco vocales nos sitúa entre la monotonía de las lenguas que solo tienen tres, como el árabe, y la confusión de las que utilizan más de una docena como el inglés o el francés. El inglés muestra tal inconsistencia vocálica que frecuentemente los interlocutores exigen una mayor precisión para comprenderse. Parece que las cinco trasparentes vocales del español van a permanecer más o menos estables, y eso a pesar de que el habla relajada sureña tiende a abrir unas y cerrar otras para señalar la pérdida de una consonante de difícil articulación en posiciones finales de sílaba. Es difícil augurar soluciones, pero lo que parece más probable, tras una mirada histórica, es que el fenómeno no supere el ámbito regional.

Más evidente parece la tendencia consonántica. Cada vez son menos los hablantes de diecinueve consonantes, es decir los que distinguen casa de caza y los que distinguen poyo de pollo. Si exceptuamos el yeísmo rehilado de los argentinos, la mayoría de los hablantes utilizan diecisiete consonantes. Si tenemos en cuenta la permanente extensión del yeísmo, parece clara la pronta desaparición de la consonante lateral palatal sonora, uso prácticamente relegado al norte de España, en especial en las zonas rurales. Menos evidente resulta la extensión del seseo. Aunque los hablantes de español que no usan la fricativa interdental de Zaragoza son mayoría, los libros normativos del español en el mundo enseñan el habla minoritaria de Madrid, y no la de México. Es también difícil aventurar el futuro, sobre todo para un fenómeno que considera más normativo lo que es una excepción entre sus hablantes.

El caudal léxico, ancho y extenso, comparte un uso común en todo el vocabulario elemental y diario, al que se añaden las especificidades de cada región: así hablamos del léxico andaluz, murciano, canario, cubano, mexicano, panameño, ecuatoriano, boliviano, rioplatense, chileno… El sistema permite la creación de todo tipo de terminologías, en cualquier campo, y si se muestra permeable y receptivo a los neologismos ingleses, no es sino por esa dimensión útil, práctica y generosamente suave en sus transacciones que deben tener las lenguas que se muestran hábiles, y no rígidas o exigentes. No aparece ningún peligro en el acercamiento del español al léxico inglés. Todas las lenguas han nutrido su vocabulario con el de otras. Incluso el inglés está plagado de términos griegos y latinos que hoy, introducidos y ajustados a los hábitos fónicos ingleses, solo los expertos identifican. El patrimonio léxico tradicional se concentra el las palabras más frecuentes, mientras el importado se especializa en significados que matizan y amplían los campos de significado. Si el corpus léxico de la Real Academia Española recoge más de un millón de palabras que alguna vez fueron utilizadas en la historia del español, y el actual diccionario recoge unas ciento veinte mil, nuestro léxico seguirá ampliándose y especializándose, y unas palabras darán paso a otras, y se mantendrán estables aquellas que ocupan las frecuencias máximas.

Las exigencias gramaticales en cuanto al orden de las palabras son hoy de una generosa fluidez en usos, y permite una gran amplitud de posibilidades con pocos elementos y reglas. La tendencia parece aún más permisiva.

Alguna solución debe buscar para el equilibrio de sus formas pronominales. El desequilibrio de los adjetivos y pronombres posesivos de tercera persona, su y sus, ha de buscar un acomodo en las formas. Tal vez la imparable tendencia a reducir el uso de las fórmulas de respeto usted y ustedes no sea más que la voluntad de suprimir el polivalente uso de sus correspondientes su, sus, que tanto han afeado a nuestra lengua en la expresión elegante. Mucho más atractiva era la fórmula vosvuestras, desviadas hacia la más elegante de vuestra merced y luego convertida en ese usted – ustedes que, según todos los indicios, parece mostrarse inelegante, si observamos el camino emprendido por nuestra lengua.

El español actual parece estar abierto también a una simplificación de las formas verbales. Algunos tiempos de subjuntivo, como los de futuro, han desaparecido en el último siglo. Las formas de futuro de indicativo también están en decadencia. Hoy parece más frecuente oír voy a estudiar matemáticas que estudiaré matemáticas. Algo parecido le sucedió al inglés.

En general los usuarios futuros asistirán a una simplificación de las formas verbales, que es la tendencia de todas las lenguas que se tiñen de las características de las vehiculares.

Tiene el español una inmerecida fama de no disponer de la riqueza en variedades de entonación, de la emoción altisonante del italiano, y en otros casos del francés. Olvidamos que si eso es cierto para el habla de Madrid, no lo es para algunas variedades del español como la andaluza, la canaria, o la mexicana, capaces de envolverse en una dulzura expresiva envidiable, de un ingenio excepcional, de una viveza incomparable. Su flexibilidad para el humor, para la broma rápida, para la distensión, para una entonación que suaviza los enfrentamientos en las conversaciones, parece mucho más lograda que las rígidas exigencias de otras lenguas de su categoría y difusión.

El sistema ortográfico, aunque con dificultades, supera en utilidad a las enrevesadas, alambicadas y casi diabólicas ortografías del inglés y del francés, sin duda una dificultad añadida. Tienen a bien los usuarios del francés y de inglés defender su ortografía por el arraigo tradicional y el elegante uso, pero muestran ambas lenguas serias dificultades como sistema práctico de comunicación y aprendizaje. Esta extraña complacencia en la dificultad, en las trabas, está seriamente arraigada como un elemento de clase, de estilo, de categoría. Recientemente algunas lenguas africanas han sido dotadas de un sistema de escritura. La razón impone la lógica en la relación fonema-grafía. Pero se quejaban algunos usuarios de estas nuevas lenguas escritas de que su ortografía no tuviera las trabas del inglés y del francés, en una torcida interpretación del uso práctico que han de tener las lenguas. En los últimos años las variedades geográficas y sociales del español se han puesto de acuerdo en todo el mundo para unificar la ortografía, para hacer de ella un uso común. Tal esfuerzo unificador no se ha conseguido para ninguna otra lengua tan universalizada como la nuestra.
* * *

Hoy por hoy el español se coloca entre los instrumentos de comunicación más prácticos y dispuestos para su uso por el mundo. El español de Madrid ha dejado de ser el modelo, mientras nuevos y variados núcleos y tendencias la independizan, abren nuevos rumbos dentro de la unidad. Hoy el español no puede desaparecer como el latín porque no es la lengua de un imperio, sino de muchas de comunidades lingüísticas. El arraigo en la humanidad es tan grande y variado que no tiene peligro alguno de morir por la desaparición de sus hablantes. El riesgo de fragmentación es mínimo. Aunque el léxico aleja a las distintas variedades y algunas consonantes también, las diferencias son insignificantes si las comparamos con la unidad del resto de los fonemas, con la coincidencia en las formas de los artículos, de los demostrativos, de los números, de los pronombres, del léxico básico, del que está entre las frecuencias máximas como los nombres de los objetos de la vida diaria, de parentesco, etc., También existe una coherente unidad en las exigencias gramaticales como la concordancia, el uso de las formas verbales y el orden de la oración. Las divergencias son insignificantes frente a la unidad.

Los hablantes de español no disponemos de tres grandes países que expanden su influencia y su cultura, ni tampoco de una colección de países que admiran la sabiduría y la cultura a través de una lengua europea, ni nuestros hablantes se concentran en una gran nación o en una nación muy poblada donde sus habitantes se multiplican. El español se distribuye por el mundo en amplio espectro. No enumeraré los países que lo incluyen en sus planes de estudio para no cansar con una larga lista, pero sabemos que se admira sin condiciones, con naturalidad, en cualquier lugar del planeta. Las posibilidades de que un cataclismo social la conduzca a la situación de peligro que viven hoy más de cuatro mil lenguas en los próximos tiempos es impensable. El español está llamado a perpetuarse, a extenderse, a recordarse y a instalarse en la conciencia de todos los hablantes del planeta como una de las lenguas más codiciadas por la humanidad.

Por eso los estudiantes de español, que son muy numerosos en todo el mundo aunque, como sucede siempre, en diversos grados de destreza, se muestran felices en los primeros pasos porque el sistema fónico permite que se dejen entender rápidamente, porque el caudal léxico, en los niveles esenciales, se presenta claro y accesible, porque la frase elemental no es rígida y exigente. Si a esto añadimos el peso de la tradición literaria, una de las más ricas de todas las lenguas, nos encontramos ante una lengua que reúne todas las características para perpetuarse en la humanidad durante siglos, y mantenerse como uno de los instrumentos de comunicación más eficaces que nunca existieron sobre el planeta.




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